No soy subterránea. Quizás perdí la condición el mismo día que firmé mi hipoteca. Esa mañana en la que, con el pelo aún mojado y cara de sueño, entré en el despacho de la directora del banco, y mi hermano me reprendió con una sonrisa histérica. El notario acababa de anunciar un minuto antes de mi aparición que, al minuto siguiente desaparecería con el honorario bajo el brazo. Algo se respiraba en esa acción. Como en la de la semana previa cuando, de camino al otro notario, los gritos de Janis Joplin ahogaban mis sollozos mientras conducía mi saxito a toda velocidad por las calles de Madrid. La noche antes había decidido ser fiel, a medias, al grillo paranoico que susurra mis pasos. Iba a comprar la casa sola, sin trabajo y en mitad de una licenciatura. Seguía con la idea de que una pareja no puede construirse sobre dependencias de ningún tipo, menos aún económicas. ¿Recuerdas cuántas veces escuchaste esta frase? “No quiero tener nunca la sensación de que no querer perderte, sea miedo a perder un modo de vida” “Si estamos juntos es por amor, no porque no podamos estar solos”. Qué matraca…y siempre respondías asintiendo. Siempre. Convencido. ¿Qué hubiera pasado de haberme respondido con una buena réplica? Nada, las bases fundamentales no se derrumban con palabras, sólo a patadas. Todavía las estoy esperando, por ahora sólo han sido golpecitos, como los que nos dábamos de niños para hacer saltar nuestros reflejos. Y mi pierna sigue subiendo con un impulso asombroso, sólo con el dolor necesario.
Algo se cocía en el banco, en el interior del coche camino a la firma, en todas las conversaciones, en todos los silencios, en toda la saliva ingerida durante los años que viví en la superficie. Esa plácida estabilidad que me costó tanto alcanzar. Recuerdo una sesión de coaching que padecí en la empresa que me invitó al primer Lexatin. Veinte añitos y frente a la pregunta de qué es lo buscábamos en nuestra vida, mi respuesta fue ésa, estabilidad. Pobrecita. Bailando dentro de un traje siempre discreto, empapada de falsa seguridad, caminando por la calle con esos tacones inclementes y un portátil colgando del hombro. Una estresada precoz luchando en un mundo gris, con un acosador enganchado a la nuca, para dormir en un espacio en el que sentirme querida, y de donde nadie pudiera echarme. Todo, para tener una casa. Mi casa. Qué importante parecía entonces.
Mi casa, nuestra casa. No, mi casa. La hipoteca suponía un matrimonio. Por todo lo alto. Lo contrario a un movimiento espontáneo. Un contrato, acorralado de obligaciones, consumado en un acto agobiante que, para colmo, se prepara durante meses. Y meses, y meses. Tanto tiempo para pensar, para replantearte, para cuestionarte. Unión interesada, inicias un modo de vida estructurado, te comprometes a un estado que no reconoces feliz en la mirada de nadie que esté pasando por él. Una bendición.
Pero no soy subterránea. Y no lo soy porque cuando se fragua el carácter del inframundo, yo sólo buscaba salir del él. Mientras tantos otros se fabricaban esa glamourosa diferencia, yo sólo trabaja en borrarme el estigma de atormentada de la frente, con aguarrás. Y hubiera sido una alternativa de lujo, una Mardou de primera. Tenía la autenticidad de la vida miserable, la sensibilidad y algo de cerebro. Pero no estaba para eso. Afortunadamente. Recaí en una familia adolescente sana, feliz, responsable y enganchada a los placeres sencillos e inocuos. Y gracias a ella, disfruté de las bondades de la inocencia. Y construí una personalidad banal en muchos aspectos, pero férrea en otros tantos más importantes. La profundidad, el descenso, llegaría mucho más tarde. Cuando salí de la burbuja laboral y las contradicciones se materializaron. El animalillo que llegó a la universidad aterrorizado y encogido, en unos meses empezó a sacar partido a los textos y a los discursos indescifrables. Y al tiempo llegaron, además de la decepción por una educación idealizada, algunas respuestas para ese condenado grillo paranoico al que nunca he conseguido callar. Desengrasada, cogí ritmo y comencé un baile frenético boca abajo. En cada vuelta me desprendía de lo que me cubría. Por cada giro, un instante de vértigo. La náusea acompañada del éxtasis de los roces y la paulatina desnudez. Vómitos y carcajadas para llegar al momento actual, en el que los movimientos son más suaves, mi cuerpo ejerce menos resistencia. Pero no llegaré a cero. Siempre hay nuevos elementos que se adhieren a la piel. Otro inicio, esta vez, desde el entresuelo.